El pan de muerto, un viaje por la historia y tradición mexicana
- paginasatenea
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Cuando llega la temporada de Día de Muertos en México, resulta casi imposible imaginar una ofrenda sin su pan tradicional. Esa hogaza dulce, con “huesitos” de masa dispuestos en cruz y una bolita en el centro, se ha vuelto tan emblemática como la flor de cempasúchil o las calaveras de azúcar. Pero ¿de dónde surge esta costumbre? o ¿cuál es su antigüedad? Lo cierto es que responder a estas preguntas es un tanto complejo, ya que no existe una fecha exacta ni un lugar determinado de origen. El pan de muerto como lo conocemos hoy es, en gran medida, un producto del mestizaje cultural, que se ha ido modificando a lo largo del tiempo. Y es que muchos investigadores encuentran sus raíces –o, al menos, sus antecedentes simbólicos– en prácticas rituales indígenas de Mesoamérica; aunque, por otro lado, lo relacionan con los diferentes tipos de panes que también se les dedicaban a los muertos en las culturas antiguas de otros continentes, como la egipcia.
Las ofrendas en Mesoamérica
Antes de la llegada de los europeos, las culturas mesoamericanas no utilizaban el trigo, sino el maíz, masa de tortillas y el amaranto, un grano muy valorado. En celebraciones funerarias o ceremoniales indígenas, se ofrecían “panes” simbólicos, hechos de este cereal y miel, de formas antropomorfas o zoomorfas, que se compartían entre los participantes y representaban ofrendas para los muertos o para las deidades del inframundo. Por ejemplo, se menciona el xonicuille, un tipo de pan de amaranto, con forma de mariposa; o el yotlaxcalli, un pan de maíz, sin levadura, que se ofrecía en ceremonias.
Algunas fuentes, incluso, tratando de encontrar una relación entre las tradiciones prehispánicas y el pan de muerto, refieren a un ritual en el que una princesa era ofrecida a los dioses; le sacaban el corazón y lo colocaban, aún latiendo, dentro de una olla llena con amaranto, para, después, ser mordido por el sacerdote que oficiaba la ceremonia.
Conquista, panadería europea y sincretismo
La llegada de los españoles transformó el panorama agrícola, culinario, cultural y simbólico de Mesoamérica. Con ellos, vinieron el trigo, la levadura, la panadería europea y nuevas tradiciones cristianas, que, muy pronto, se fusionaron con las indígenas.
Con lo anterior, algunos plantean que, al sustituirse los sacrificios humanos (o, en principio, limitarse fuertemente), durante la Conquista y la Colonia, ciertos rasgos simbólicos de los ritos mesoamericanos —como la entrega de una especie de “ofrenda para la muerte”— pudieron reciclarse en formas comestibles simbólicas nuevas. En ese sentido, el pan de muerto representaría una “transformación” simbólica del sacrificio hacia lo figurativo, donde la masa reemplaza al cuerpo que se sacrificaba.
Durante la época colonial, el trigo se hizo disponible en ciertas zonas y, con él, la tradición europea de elaborar pan fermentado, de la repostería, de las masas enriquecidas con huevo y mantequilla. Estas técnicas permitieron desarrollar un nuevo tipo de pan dulce que no existía hasta entonces en Mesoamérica.
Los conventos, monasterios y órdenes religiosas jugaron un papel decisivo en la difusión de la panadería, pues, en sus recetarios, se mezclaban ingredientes locales con los europeos. Aunque no hay documento que especifique cuál fue el primer pan de muerto como tal, de acuerdo con información de Ciencia UNAM, su consolidación se sitúa casi a mediados del siglo XX, cuando aparece mencionada, por primera vez, en los compendios de cocina, la manera de elaborar pan de muerto. Fue en el recetario Repostería selecta, de Josefina Velázquez, en 1938.
El pan de muerto –con su estructura de “huesitos” cruzados y una bolita central– parece incorporar simbolismos cristianos: la cruz, la unión de cielo y tierra, y la redención del cuerpo inmolado. Esa geometría puede leerse como una reinterpretación simbólica, donde los “huesos” aluden tanto a la muerte como a la crucifixión o a la resurrección. Así, el pan de muerto hace visible esa mezcla entre lo indígena y lo cristiano. Las ofrendas para los difuntos del mundo indígena se reinterpretaron bajo el prisma del calendario católico de Todos los Santos y los difuntos (1 y 2 de noviembre), y la panadería europea aportó la forma comestible.
Variaciones del pan de muerto
Una vez que el pan de muerto comenzó a formar parte del imaginario popular, fueron surgiendo variantes regionales, adaptaciones locales y nuevas reinterpretaciones que enriquecieron la tradición. El pan de muerto contemporáneo suele presentarse como una masa redonda (el “cuerpo” del difunto), con cuatro “huesitos” que apuntan hacia afuera (extremidades) y una bolita central (la cabeza). Algunos panaderos y cronistas le agregan significados complementarios, como que esos “huesitos” son lágrimas que no han cesado; que la forma circular simboliza el ciclo de la vida y la muerte; o que el aroma de naranja y agua de azahar “llama” a los difuntos para que regresen.
Aunque la versión con masa azucarada es la más difundida, sobre todo en el centro del país, existen múltiples variantes según la región: en Oaxaca, se produce un pan de yema, que, a veces, lleva figuras de alfeñique, para representar almas específicas; en la región mixteca‑poblana, se elaboran panes con forma humana, espolvoreados con azúcar roja o blanca según el destinatario (adulto o niño); en Mixquic (Estado de México), es común encontrar versiones en forma de mariposa, pues, en esa localidad, se cree que las almas de las niñas fallecidas regresan como mariposas; en el resto del Estado de México y otras zonas, se elaboran panes antropomorfos o versiones teñidas, con decoraciones de azúcar roja, simbolizando sangre, u otros ornamentos; en Puebla, es frecuente el pan con semilla de ajonjolí y no tan dulce.
Hoy en día, no es raro encontrar pan de muerto relleno de queso crema, chocolate, cajeta o mermelada; versiones saladas o fusiones con sabores gourmet. Además, su consumo se ha expandido más allá de sus fechas tradicionales y ha llegado a ser uno de los principales exponentes internacionales en pastelerías mexicanas en el extranjero.
De esta manera, el pan de muerto es más que un dulce de temporada; es un objeto cultural cargado de memoria, simbología y resistencia. Su forma, sus aromas, su textura y su función ritual lo convierten en un puente entre quienes ya no están y quienes lo celebramos cada año.
Aunque muchas de sus raíces simbólicas se apoyen en interpretaciones, no hay duda de que el pan de muerto funciona como un dispositivo simbólico poderoso: materializa la muerte, con ternura, convierte el duelo en comunidad y refuerza una identidad cultural, que se reitera cada octubre y noviembre.
En esa confluencia de lo tangible y lo simbólico –masa, aroma y memoria–, el pan de muerto sigue siendo un alimento del alma mexicana, que nos recuerda que la muerte se integra a la vida y que recordar también es un acto de cariño.




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