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La calle de la quemada



¿Cuántas veces hemos escuchado aquella frase que declara que la verdadera belleza es la del interior? Muchísimas, y es cierto, lo que hace hermosa a una persona son sus sentimientos, valores y cualidades, más que sólo sus atributos físicos. La historia más popular acerca de esta enseñanza es la del cuento francés La bella y la bestia, en la que una joven se enamora de un príncipe sin importarle su apariencia monstruosa. En México, existe una leyenda colonial, con la misma moraleja. Se trata de una tragedia con final feliz, cuya trascendencia dio nombre a la calle que fue testigo de los hechos, la cual está ubicada en el Centro Histórico de la Ciudad de México.


A mediados del siglo XVI, durante el mandato de Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, segundo virrey de la Nueva España, vivía, en una lujosa casona, en una calle de la capital, Gonzalo Espinosa de Guevara, un noble español, proveniente de Villa de Illescas, junto con su hija, Beatriz. Era una joven de unos 20 años de edad, bella en toda la extensión de la palabra, tanto en atributos físicos como en carácter. Era esbelta, de rostro delicado y piel suave, labios carnosos y ojos brillosos, que proyectaban ternura y calidez; sobre sus estilizados hombros y curveada espalda, caía una ondulada melena de color castaño. Además, era amable y su alma estaba llena de bondad, pues le gustaba socorrer a los enfermos y a los humildes, sin dejar de mencionar su trato agradable con los niños.


Estas cualidades, aunadas a su buen estatus social y a la fortuna de su padre, hicieron que muchos hombres de la ciudad comenzaran a cortejarla, para, después, solicitarla como esposa; sin embargo, la joven no se mostraba interesada en ninguno de ellos. Uno de sus pretendientes era Martín de Scopoli, un apuesto caballero italiano, marqués de Piamonte y Franteschelo, quien se enamoró loca y perdidamente de ella, y, sin discreción alguna, en más de una ocasión, le había declarado sus fuertes sentimientos.


Tal era su constancia y voluntad por conquistar el corazón de la muchacha, que desafiaba a un encuentro de espadas a todo aquel que intentara acercársele o transitara cerca de su casa con intenciones románticas. De este modo, con frecuencia se suscitaban enfrentamientos entre el marqués de Piamonte y los demás pretendientes, quienes, envalentonados y seguros de su habilidad, respondían a sus provocaciones. Lamentablemente para ellos, el italiano siempre resultaba vencedor, por lo que, casi diario, un hombre distinto caía muerto o gravemente herido frente a la alcoba de Beatriz.


La joven no podía evitar sentirse culpable y responsable de la muerte de tantos hombres. Consideraba que su belleza sólo era motivo de desgracias, por lo que resolvió que, si terminaba con ella, los caballeros dejarían de pretenderla, incluido el marqués de Piamonte, cuya locura de amor lo llevaba a cometer tan terribles actos. Estaba decidida, entonces, a tomar el control de la situación.

Cierta mañana, inmediatamente después de que su padre abandonara la residencia, para atender sus negocios, Beatriz les dio el día libre a sus empleados, para poder quedarse sola. Luego, llenó un recipiente con carbón, le prendió fuego y, después de encomendarse a Santa Lucía, con la voz entrecortada y hecha un mar de lágrimas, se armó de valor y hundió su rostro en las brasas, con el objetivo de desfigurarlo.


Sus gritos de dolor fueron escuchados por Fray Marcos de Jesús y García, quien transitaba por la calle, de modo que, al ser el confesor de la familia, se concedió el permiso de irrumpir en la casa, para socorrerla. Encontró a Beatriz, tirada en el piso, a punto del desmayo, así que pronto le colocó hierbas frescas y un poco de vinagre en el rostro, para calmar el ardor y ayudarla a recuperar la conciencia.


Cuando Beatriz le confesó el motivo de su sacrificio, el religioso corrió en busca del marqués de Piamonte, quien, al enterarse de lo sucedido, acudió de inmediato a la casa de su amada. Al llegar, la encontró sentada sobre un sillón, con el rostro cubierto por un velo. Se le acercó lentamente y, con mucha delicadeza, retiró la tela. Gran sorpresa se llevó la joven, cuando, después de conocer su nueva apariencia, la reacción del hombre no fue de desagrado ni de desprecio, sino de preocupación y ternura. La seguía mirando con los mismos ojos de amor con los que la vio desde el primer día. Entonces, se arrodilló frente a ella y le confesó que él la amaba por su nobleza, por sus bellos sentimientos y por sus cualidades morales. Al escuchar esas palabras, Beatriz no pudo hacer más que llorar de emoción y acercarse a Martín, para darle un beso de amor.


Cuando don Gonzalo regresó a casa, el marqués le pidió la mano de su hija, misma que le fue concedida. Después de ese día, Beatriz continuó saliendo a la calle para realizar sus diligencias habituales, pues nunca dejó de ser ella misma; sin embargo, cubría su rostro con un velo negro, para evitar las miradas de los curiosos.


Se dice que esta anécdota ocurrió en el Centro Histórico, en la que, actualmente, es la calle Jesús María, cerca del exconvento del mismo nombre, la cual, por muchos años fue conocida como “la calle de la quemada”.

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