El pensamiento humano es muy complejo y puede llegar a ser hasta contradictorio. Y es que, para tomar como válida o verdadera una cosa o la existencia de algo, solemos exigir pruebas y/o que la ciencia lo demuestre; sin embargo, también, creemos en la fe y tendemos a confiar, incluso, en cosas que no podemos ver, palpar o que no tenemos la certeza de que existen. De ahí, el surgimiento y la aceptación de las religiones, las supersticiones, las leyendas y los mitos.
Un ejemplo de este fenómeno es la creencia popular de que el cuerpo posee una parte inmaterial, que, de una manera espiritual, nos permite sentir y nos da vida: el alma, la cual, dicho de otro modo, es la esencia del individuo, que se desprende del cuerpo cuando la persona muere.
La presencia del alma es una idea que ha existido desde hace milenios, en las diferentes culturas del mundo, y que ha trascendido hasta nuestros días, aunque no se ha podido comprobar su existencia científicamente. La investigación más cercana a ello y la única –que, incluso, partió de dar por hecho que sí existe– se dio a principios de la década de 1900, cuando el doctor escocés Duncan MacDougall intentó descifrar el peso del alma. Su premisa fue la siguiente:
“Puesto que… la sustancia considerada en nuestra hipótesis está vinculada orgánicamente con el cuerpo hasta que se produce la muerte, me parece más razonable pensar que debe ser alguna forma de materia gravitacional y, por tanto, capaz de ser detectada en el momento de la muerte, pesando a un ser humano en el acto de morir”.
MacDougall pasaba parte de su tiempo en un hospital caritativo para enfermos incurables de tuberculosis, en Massachusetts, sitio que le vino muy bien para llevar a cabo sus experimentos. Para ello, construyó una cama especial, que, a la vez, era una báscula muy sensible y precisa.
En ella, colocó a un primer paciente moribundo y cualquier variación referente al peso era registrada, incluidas las pérdidas de fluidos y gases corporales. Este primer paciente murió en abril de 1901, en el que se observó una pérdida de 0.75 onzas, que equivalen a 21.2 gramos.
El doctor MacDougall repitió el experimento durante los siguientes años, en cinco pacientes más; sin embargo, todos demostraron pérdidas de peso diferentes al morir. Además, los resultados de dos de ellos no pudieron ser tomados en cuenta al evaluar los datos y sacar las conclusiones porque, al momento de los decesos, la báscula no estaba correctamente calibrada.
Por su parte, el doctor replicó las pruebas en 15 perros, en los que no observó variaciones de peso después de la muerte. Esto lo llevó a ‘comprobar’ su hipótesis sobre que la pérdida de peso en los humanos fallecidos se debe, precisamente, a la salida del alma del cuerpo, en tanto que en los animales no era así debido a que, justo como dictaba su creencia religiosa, éstos carecen de alma.
MacDougall publicó su estudio en 1907, en las revistas American Medicine y Journal of the American Society for Psychical Research, con el título “Hipótesis sobre la sustancia del alma junto con la evidencia experimental de la existencia de dicha sustancia”. Consciente de que se basaba en sólo cuatro casos humanos, con diferencias entre sí en cuanto a la pérdida de peso, el propio MacDougall reconoció que su investigación no podía ser concluyente para determinar el peso del alma y que se necesitaban más pruebas.
Pese a las propias declaraciones de MacDougall y que el gremio científico negara la validez de tal experimento, muchos periódicos y la comunidad religiosa se valieron de él para reafirmar la existencia del alma. De igual manera, tampoco importó que la pérdida de peso de los pacientes fuera variable, ya que se aceptó como válido que el peso del alma era de 21 gramos, lo registrado en el primer paciente.
De ahí, la idea se quedó tan arraigada en el pensamiento colectivo mundial, conservándose hasta nuestros días, a pesar de que no exista evidencia científica que lo compruebe, porque, justo como lo describimos al principio de esta nota, decidimos sólo creer.
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