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La muralla de los dioses y el corcel de Odín



En la edición anterior, le contamos la historia sobre cómo Loki asesinó a Balder, el dios más justo y noble de todos, crimen por el cual fue sentenciado a permanecer atado a una enorme roca hasta el final de sus días, con una serpiente derramándole diariamente una gota de veneno sobre la cabeza. Sin embargo, antes de aquel evento, ocurrió otro en el que la deidad del engaño tuvo algo de protagonismo y que dio como resultado un par de regalos para las divinidades.


Asgard, reino de los dioses –donde se ubicaba el Valhalla, salón majestuoso al que llegaban las almas de los muertos por combate, y donde nacía el Bifröst, puente de arcoíris que conectaba con Midgard, mundo de los humanos–, era constantemente atacado por los gigantes y trolls del Jötunheim, quienes despreciaban a las deidades y siempre intentaban destruirlas.


Cierto día, un hombre de identidad desconocida apareció merodeando por el bosque, montando un caballo gris. Tranquilo, se presentó frente a los dioses y les hizo una oferta tentadora, que, difícilmente, podían rechazar. Les dijo que construiría una gran muralla alrededor de su palacio; la más perfecta que jamás hubiera existido, tan alta que ningún gigante podría saltar y tan resistente que ni el troll más fuerte sería capaz de derribar. Pero, por supuesto, no sería gratis; lo único que pedía a cambio era que se le concediera a la hermosa diosa Freya como su esposa, además del Sol y la Luna.


Los dioses ya habían pasado por una situación similar, en la que un gigante quiso desposar a Freya, y aunque lograron evitar el matrimonio, la experiencia no había sido, para nada, agradable y habían aprendido la lección. Así que rechazaron la propuesta del hombre misterioso y le pidieron que se retirara. No obstante, de inmediato, Loki platicó con ellos y les sembró una duda que los llevó a reconsiderar la oferta. Los convenció de que aceptaran la construcción del muro, pero que, al igual que él, condicionaran al forastero, imponiéndole un plazo corto. La idea era que no lo pudiera finalizar a tiempo y, por lo tanto, no tendría derecho de reclamar la recompensa. De este modo, Freya estaría a salvo y ya habría un buen tramo construido de la muralla, que cualquiera podría terminar, sin problemas.


A todos los dioses, con excepción de Freya, les pareció un plan magnífico. Entonces, mandaron llamar al hombre, antes de que éste su hubiera ido, y llegaron a un acuerdo con él. El plazo que le impusieron para entregar el proyecto completo fue todo lo que durara el invierno. Si, para el primer día del verano, la obra no estaba finalizada o había huecos entre las rocas, no recibiría su pago. Además, debía trabajar solo; no podía tener ayuda de ninguna otra persona.


El extraño aceptó las condiciones y, a la mañana siguiente, puso manos a la obra. Cavó los cimientos profundos, con una rapidez increíble, y al caer la noche, emprendió un viaje hacia las montañas, para recolectar las piedras más grandes que se encontrara.


Al otro día, regresó con una gran cantidad de rocas, cargadas por su fiel caballo, Svadilfari, que, conforme iba caminando, dejaba surcos en la tierra, lo que facilitaba el ensamble de las piedras. Dicho avance, conseguido en tan poco tiempo, comenzó a inquietar a los dioses, pero decidieron esperar un poco, pensando que, más adelante, el constructor empezaría a cansarse y su rendimiento disminuiría.


Pero eso no sucedió, el hombre pasó toda la temporada invernal recolectando rocas durante las noches y apilándolas durante los días. Parecía que no descansaba y ni la lluvia, la nieve o las tormentas lo detenían ni derrumbaban su progreso.


Faltaban tres días para que llegara el verano, y la muralla estaba casi lista, alta e impenetrable, sin ningún detalle aparente a lo largo y ancho de ella. Lo único que le restaba por hacer era la puerta y colocar las piedras finales.


Al ver eso, y considerando la rapidez con la que el hombre trabajaba, los dioses entraron en pánico, pues era un hecho que sí terminaría dentro del plazo establecido, y eso significaba que tendrían que entregarle a Freya, el Sol y la Luna, lo que implicaría que, sin tales astros, el mundo permanecería en eterna oscuridad.


Se arrepintieron de haber aceptado la oferta y, sobre todo, de haberse dejado influenciar por el embustero de Loki, cuyas ideas o planes siempre escondían otra artimaña. No obstante, para la sorpresa de todos, en esta ocasión, hasta él mismo se sentía asustado y preocupado; todo se le había salido de control y, ahora, no sabía qué hacer. El resto de las deidades le exigió que solucionara el problema o, de lo contrario, le darían una muerte extremadamente dolorosa como castigo.


Mientras tanto, volvió a anochecer y el constructor, como era su costumbre, se preparaba para partir hacia las montañas, en busca de las últimas rocas. Pero, justo cuando mandó a llamar a su caballo, una yegua se apareció en el campo; se trataba de Loki, disfrazado, ya que tenía la habilidad de cambiar de forma. La hembra era tan hermosa, tan delicada, que Svadilfari ignoró a su amo, se soltó de sus riendas y corrió en dirección a ella. El forastero intentó detenerlo, pero la yegua se escabulló hacia los adentros del bosque, ocasionando que el caballo acelerara el paso, para lograr alcanzarla.


El hombre estaba furioso; sabía que aquella ‘casualidad’ había sido obra de los dioses. Así que decidió confrontarlos. Pero era tanta su cólera que comenzó a transformase sin control, dejando al descubierto su verdadera apariencia: un temible gigante.


Cuando estuvo frente a ellos, a punto de hacerles daño, se apareció Thor, dios del trueno, quien había estado ausente las últimas semanas. Al ver que el gigante intentaba atacar a su familia, lo golpeó fuertemente en la cabeza, con su poderoso martillo, provocando que se desorientara.


Acto seguido, las deidades decidieron anular el acuerdo, ya que lo habían pactado con el hombre inocente, no con el gigante, a quien echaron inmediatamente del reino. En los días siguientes, se dedicaron a terminar la construcción de la muralla; le adaptaron una majestuosa puerta, colocaron las piedras restantes y, cuando la obra estuvo totalmente finalizada, celebraron su victoria, con un delicioso banquete.


Pero Loki aún no había regresado al palacio desde que se fue con la apariencia de una yegua. De hecho, no se supo de él, sino hasta después de varios meses, cuando volvió ya en su forma de hombre, acompañado de un potrillo gris, de ocho patas, el cual, al crecer, se convirtió en el magnífico corcel Sleipnir, que era el más veloz de todos los existentes en los nueve reinos, capaz de correr más rápido que el viento. Odín lo adoptó como mascota y, con él, podía ingresar hasta los lugares más recónditos, como el inframundo.


Los dioses se preguntaron cuál era el origen de tan impresionante criatura, pero Loki prefirió nunca comentarlo.

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