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El calendario y los meses del año




Los calendarios son una forma de medir y organizar el tiempo; y el tiempo, desde siempre, se ha estudiado y definido a partir del movimiento de los astros. Es por ello que todas las civilizaciones antiguas determinaron sus ciclos anuales, basándose en el comportamiento periódico de la Luna, el Sol o las estrellas.


El calendario por el que el mundo se rige actualmente es el gregoriano, herencia de la Antigua Roma, el cual, como es bien sabido, especifica que un año consta de 365 días –366, en el caso de los años bisiestos–, repartidos en 12 meses, que, a su vez, equivalen a 52 semanas en total.


Esta distribución resulta sencilla de comprender, sobre todo si la simplificamos aún más, entendiendo que siete días forman una semana, y cuatro o cinco semanas, un mes. Pero llegar a esa conclusión no fue sencillo; tomó demasiados siglos de observación y análisis matemáticos precisos de ciertos fenómenos astronómicos y naturales, aunque también influyeron las tradiciones religiosas y la dinámica política romana.


Todo inició en Egipto

Los antiguos egipcios consideraban a la Luna como un astro digno de veneración; habían estudiado su movimiento y sus distintas facetas, y comprendieron que tenía importantes implicaciones en su estilo de vida. De igual forma, se dieron cuenta de que, dentro de un determinado período, se presentaban cuatro estaciones diferentes (primavera, verano, otoño e invierno), las cuales se repetían de forma cíclica cada cierto tiempo. Al ser pueblos cuya principal actividad económica era la agricultura, necesitaban definir, lo más exacto posible, la regularidad de dichas estaciones, con el fin de conocer las temporadas ideales de siembra y cosecha de los alimentos. Encontraron la solución, basándose en los ciclos lunares.


Habían observado que, entre cada luna nueva, pasaban 29 días; así que decidieron llamar a ese período ‘semana’ –que, posteriormente, se convertiría en ‘mes’–, dedicando un día para celebrar al fenómeno. A su vez, notaron que, cada siete días, el satélite natural de la Tierra se mostraba en una fase distinta: creciente, llena y menguante, mismas que también merecían adoración, por lo que los rituales en honor a éstas dieron origen a lo que, hoy, conocemos como ‘semana’, propiamente.


En cuanto a las estaciones, llegaron a la conclusión de que, entre una primavera y otra, ocurrían 12 ciclos lunares, es decir, los meses, que, en conjunto, formaban un año lunar.




El primer calendario romano


Por su parte, los romanos tenían un calendario que también se basaba en las fases de la Luna, pero con algunas diferencias respecto del egipcio. Fue creado por Rómulo (771 a. C.-717 a. C.), luego de fundar Roma (753 a. C.), y constaba de 10 meses, dedicados a los dioses, que sucedían en el siguiente orden: Martius (marzo), Aprilis (abril), Maius (mayo), Iunios (junio), Quintilis (julio), Sextilis (agosto), Septembris (septiembre), Octobris (octubre), Novembris (noviembre) y Decembris (diciembre).


Los romanos no contaban los días de cada mes siguiendo la numeración como lo hacemos actualmente, sino que lo hacían a partir de tres fechas de referencia:


  • Calendas: Era el día uno del mes.

  • Nonas: El día quinto de cada mes, con excepción de Martius, Maius, Quintilis y Octobris, donde correspondía al séptimo.

  • Idus: Indicaba el día 13, aunque en los meses antes mencionados, era el 15.


Con base en estas fechas, para saber en qué día específico del mes estaban, contaban los días anteriores a que éstas ocurrieran, y así se referían a él. Por ejemplo, el 27 de marzo, los romanos lo indicaban como ‘el tercer día antes de las calendas de abril’ (Ante diem tertium Kalendas Apriles).



Este primer calendario consideraba un año de 304 días y empezaba en Martius porque significaba el principio de la primavera y, sobre todo, porque era cuando se daba comienzo a las campañas militares. Pero la imprecisión de los días contados y el ciclo real de la Tierra provocaba un desfase evidente entre la fecha en la que se marcaban las estaciones y entre la que realmente ocurrían, de modo que hubo que modificarlo.


La reforma de Numa Pompilio


Tratando de ajustar el calendario, para hacerlo más preciso con las estaciones, Numa Pompilio (716 a. C.-674 a. C.), segundo rey de Roma, intentó imitar el sistema egipcio y añadió dos meses: Ianuarius (enero) y Februarius (febrero), que se colocaron al final; además de que empezó a considerar el ciclo del Sol. La duración de los meses también cambió, alternándose entre 31 y 29 días; una regla que obedeció más a las creencias religiosas que a los fenómenos astronómicos, pues los romanos pensaban que los dioses se complacían con los números impares.


El nuevo calendario constaba de 355 días, no obstante, todavía seguía habiendo un desfase. Fue por ello que se decidió incorporar, cada dos años, un decimotercer mes, llamado intercalar o mercedonio, que ayudaba a que, transcurridos 20 años, el ciclo volviera a coordinarse.


Ianuarius y Februarius pasaron a ser los primeros meses del año, en lugar de los últimos, en 153 a. C., a causa de que, por aquellos tiempos, Roma se encontraba en guerra con los pueblos de Hispania, así que era necesario que el nombramiento del cónsul se diera con una considerable anticipación antes de que iniciaran las campañas militares, en Martius. A partir de ese momento, se hizo tradición que los cónsules recibieran su cargo a principios de Ianuarius y fue así como ese mes se volvió el primero.


El calendario juliano


Pese a los arreglos de Numa Pompilio, el calendario seguía siendo irregular. Se dice que, durante las primeras décadas del último siglo antes de Cristo, Julio César había visitado Egipto y se había encontrado con que su sistema de medición del ciclo anual era mucho más exacto y ordenado que el romano. Así que le encargó a Sosígenes, astrónomo, matemático y filósofo de Alejandría, que le hiciera los ajustes correspondientes al calendario romano en turno, con el fin de hacerlo más preciso.


Tras un período de observaciones, mediciones y cálculos matemáticos, Sosígenes concluyó que el ciclo solar tardaba 365 días y seis horas, por lo que se debían añadir más días al calendario, para completar esa cantidad. De esta manera, se decidió agregarle uno más a los meses que tenían 29, quedando, entonces, meses de 30 y 31 días.


Pero esta nueva configuración sumaba, ahora, 366 días, problema que se resolvió quitándole un día a febrero. ¿Por qué a este mes? Porque correspondía a la época en la que comienza el deshielo, para dar paso al cambio de clima, lo que provocaba que los agricultores se enfermaran y adquirieran fuertes fiebres; por lo tanto, se pensaba que un día menos era una forma de alejar aquel mal.


Ahora bien, para ajustar ese desfase que ocasionaban las seis horas restantes, era necesario que, cada cuatro años, se le añadiera un día al calendario. Como febrero era el mes que menos días tenía, se decidió que fuera éste el que ocasionalmente tuviera un día extra. Lo curioso es que dicho día no se le incluyó al final, es decir, enseguida del 29; sino que se colocó después del 23, ocasionando que hubiera dos días 24 (el normal y el agregado). Esto, para no alterar la fecha de celebración de las Terminalias, que tenían lugar cada 23 de febrero.


En el argot de los romanos de aquel entonces, originalmente, el 24 de febrero se denominaba como ‘el sexto día antes de las calendas de marzo’ (Ante diem sextum Kalendas Martias). Así, el 24 de febrero repetido se refería como ‘el segundo día sexto antes de las calendas de marzo’, o sea, Ante diem bis sextum Kalendas Martias; y al año que lo contenía se le empezó a nombrar bissextus, vocablo del que derivó el término ‘bisiesto’.



Las nuevas normativas se impusieron en el año 46 a. C., convirtiéndose en el más largo de toda la historia, con 445 días, para intentar corregir el desajuste que suponía la cuenta del calendario anterior; por tal motivo, se le nombró ‘el año de la confusión’.


A partir del 44 a. C., el calendario juliano (por Julio César) corrió con regularidad, con 12 meses de 30 y 31 días, con excepción de febrero, con 29, sumando un total de 365 días, y 366, cada cuatro años. Pronto, se convirtió en el oficial de toda Roma y de sus territorios, y estuvo vigente hasta el siglo XV d. C.


Cabe destacar que, entre ese período, los días de febrero se redujeron a 28 regularmente, y a 29, en los años bisiestos; y a agosto, que contaba con 30 días, se le sumó uno. Esto fue producto de un acontecimiento que le platicaremos más adelante.


Unas modificaciones más


A mediados del siglo XVI, los astrónomos Luis Lilio (italiano) y Octavio Clavio (alemán) precisaron que la Tierra tardaba 365 días, cinco horas, 48 minutos y 45 segundos en dar la vuelta al Sol, y no 365 y seis horas, como se consideraba en el calendario juliano. La razón por la que se realizaron estas nuevas mediciones y otras a principios de ese mismo siglo fue que la Iglesia cristiana buscaba empatar el equinoccio de primavera con el 21 de marzo.


Esto sucedió porque, en el Concilio de Nicea, llevado a cabo en el año 325, se determinó que la Pascua debía celebrarse el domingo siguiente a la luna llena que ocurriera posteriormente al equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Aquel año, dicho evento astronómico sucedió, precisamente, el 21 de marzo, pero, al paso del tiempo y con el ligero desfase en el conteo del ciclo solar, la fecha del acontecimiento se fue desajustando, hasta caer el 11 de marzo, en 1582 (diez días de diferencia).


Por ello, luego de los ajustes correspondientes, con el apoyo del papa Gregorio XIII –de ahí, su nombre–, a finales de 1582, se puso en marcha el calendario gregoriano, por lo que el día siguiente al jueves 4 de octubre, en el mundo occidental, no fue viernes 5, sino 15; la razón del salto de esos días intermedios fue para compensar el desfase de tiempo.


Al igual que el juliano, el calendario gregoriano consideraba un total de 365 días y un año bisiesto por cada cuatro. ¿Qué fue lo que cambió entonces? Sólo las reglas de los años bisiestos; es decir, éstos no simplemente ocurrirían cada cuatro años, sino que habría algunas excepciones.


Así, la nueva norma indica que serán bisiestos todos aquellos años divisibles entre cuatro, excepto los múltiplos de 100, como los años 1700, 1800, 1900, 2100, etcétera, los cuales serán normales. Sin embargo, los años que sean divisibles entre 400, tales como 1600, 2000, 2400, sí serán bisiestos.


El calendario gregoriano no es 100 % preciso, pero sí es el que se adecua, lo más exacto posible, al tiempo del ciclo solar. Y es que, la configuración del calendario juliano ocasionaba la pérdida de un día cada 130 años, mientras que, con el actual, el día perdido sucede cada 3 mil 300 años.



Roma, España y Portugal fueron los primeros territorios en instaurar el calendario gregoriano, en 1582; luego, se implementó en todas las naciones católicas y en sus colonias. Posteriormente, de forma paulatina, llegó a las zonas protestantes, y muchísimo más tarde, a las ortodoxas. Rusia lo adoptó hasta 1918, mientras que Grecia, en 1923.


Los nombres de los meses


Enero: Desde que Numa Pompilio lo agregó al calendario romano antiguo, lo dedicó a Jano, dios bifronte, de las puertas, de los comienzos y los finales; se le representa como un hombre de dos caras, que porta una vara y una llave. De esta deidad, salió el nombre del mes en latín, Ianuarius, que fue derivando hasta llegar al término en español.


Febrero: Fue denominado en honor a los Februa, las fiestas romanas de la purificación, las cuales le dieron nombre a una deidad que, después, se convirtió en patrona de este mes: Februus. Los romanos tenían influencia etrusca, por lo que también se habla de Febris, dios de la malaria y la fiebre, que tiene relación con lo que comentamos anteriormente, sobre los campesinos que caían en desgracia en esa temporada, de modo que se pensaba que dedicarle un mes podría apaciguar su furia.


Marzo: Se le dedicó a Marte, dios de la guerra, la valentía y la pasión masculina, y padre del fundador de Roma, ya que, en el primer calendario romano, era la época en la que iniciaban las campañas militares.


Abril: Al ser una temporada que coincidía con la primavera y el florecimiento, se asoció con Venus, diosa de la belleza y la fertilidad, cuya equivalente en la mitología griega es Afrodita. El nombre surge del griego aphrós, que significa ‘espuma’, de donde nació la diosa. Otras versiones defienden que el título proviene del latín aperire, ‘abrir’, en referencia al nacimiento de las flores.


Mayo: Se bautizó así en virtud de Maya o Maia, diosa romana de la primavera. En la mitología griega, era deidad de las montañas, madre de Hermes. Se cree también que el nombre podría derivar del latín majorum (mayor) y que el mes fue denominado así para rendirle homenaje a los ancianos del pueblo.


Junio: Se le dedicó a Juno, esposa de Júpiter, diosa del matrimonio y madre de los dioses.


Julio: Anteriormente, se llamaba Quintilis, por ser el quinto mes en el calendario de 10 meses, pero, luego de la muerte de Julio César (44 a. C.), por idea de Marco Antonio, se modificó el nombre en su honor, ya que correspondía al mes de su nacimiento.


Agosto: Se llamaba Sextilis, pero se rebautizó después del año 31 a. C., a raíz de la victoria del emperador César Augusto (Cayo Octavio) sobre Marco Antonio y Cleopatra. Como una forma de celebrar su triunfo, que ocurrió en ese mes, el monarca romano decidió otorgarle su nombre. Pero eso no fue el único cambio; el calendario juliano consideraba que julio debía tener 31 días, mientras que agosto, 30. Sin embargo, Augusto no quiso ser menos que la memoria de Julio César, así que, para estar a la par de él, decidió que su mes debía tener también 31 días. Para no alterar el conteo, dicho día se lo eliminó a febrero, que, entonces, pasó a tener 28 días, y 29, en los años bisiestos.


Septiembre, octubre, noviembre y diciembre conservaron las raíces de sus nombres originales, que hacían referencia al séptimo, al octavo, noveno y décimo mes del calendario romano, antes de que Numa Pompilio le añadiera los otros dos.






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