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Ignaz Semmelweis, el verdadero autor de la frase ¡lávese las manos!



Una acción que hoy nos parece tan común y cotidiana, como lo es el lavado de manos antes y después de realizar cualquier actividad, que, además, se ha intensificado en estos tiempos de pandemia, hace poco más de cien años no se consideraba una práctica esencial; incluso, cuando un médico visionario la promovió entre sus colegas como un método efectivo para prevenir infecciones y reducir las muertes por sepsis, fue mal vista y hasta demonizada.

Ese personaje fue Ignaz Semmelweis, un obstetra húngaro, nacido el primero de julio de 1818 en la antigua ciudad de Buda, actualmente Budapest, quien, gracias a sus trabajos de observación, pudo determinar y contener la causa de la fiebre puerperal que aquejaba a las mujeres del siglo XIX. Asimismo, se reconoce que fue el primero en fundamentar sus descubrimientos con datos estadísticos.

Salvando vidas

La historia comienza cuando, después de terminar su especialidad en obstetricia, en 1846, ingresó al Gran Hospital General de Viena, Austria, para desempeñarse como médico ayudante en una de sus dos clínicas de maternidad. A su vez, el nosocomio también funcionaba como centro de prácticas para estudiantes de diversas partes de Europa.

En aquel entonces, los hospitales eran conocidos como “casas de la muerte”, pues no eran precisamente los sitios más salubres. Los enfermos se “recuperaban” en condiciones nada sanitizadas, como sábanas sucias y colchones repletos de gusanos; los pasillos hedían a la mezcla de todo tipo de fluidos corporales y el personal médico no se preocupaba por su limpieza propia ni por la de los instrumentos quirúrgicos. Era una época en la que aún se desconocía sobre la naturaleza y el efecto de las bacterias, por lo que era impensable relacionar el alto índice de muertes con la higiene.

Por supuesto, el hospital en el que trabajaba Semmelweis no era la excepción, donde la fiebre puerperal representaba la principal causa de muerte. Sin embargo, el médico notó que la tasa de mortalidad variaba significativamente entre las dos clínicas de maternidad, a pesar de que estaban acondicionadas de la misma forma. La primera de ellas, que era atendida por obstetras varones y los estudiantes, registraba un porcentaje tres veces más alto de fallecimientos (incluso mayor al de las mujeres que parían en la calle o en su casa) en comparación con la segunda, que estaba bajo el cuidado de parteras.

Quienes, anteriormente, ya habían advertido ese desequilibrio, atribuían la causa a la poca experiencia de los estudiantes, a la rudeza de los médicos varones y a la mala ventilación del lugar. Pero Semmelweis, que había seguido de cerca los casos, no se conformaba con esas explicaciones, pues intuía que la verdadera razón era otra. Dentro del hospital, se acostumbraba que un sacerdote visitara a las pacientes en estado crítico, por lo que, al principio, el obstetra pensó que el motivo de las muertes era el estrés fulminante que les causaba el sonido de la campanilla eclesiástica, así que, para comprobar su hipótesis, le pidió al clérigo que no las visitara por un tiempo, pero los resultados no cambiaron.

Entonces empezó a observar los métodos de atención de los estudiantes, sus hábitos y la frecuencia de los casos de fiebre puerperal, para poder establecer una relación entre ellos. No obstante, el momento de iluminación vino con la muerte de su amigo Jakob Kolletschka, quien ejercía como profesor de medicina forense en el hospital. En una de sus prácticas de autopsia, el médico se provocó accidentalmente una herida en un dedo, la cual se le infectó y le causó la muerte días después.

De esta manera, Semmelweis concluyó que las infecciones se originaban por la presencia de materia cadavérica, misma que llegaba a las mujeres a través de las manos de los estudiantes cuando éstos las auxiliaban en sus labores de parto. Y es que, luego de monitorear sus actividades, Semmelweis se percató de que los alumnos salían de la sala de disección y se dirigían directamente a la de maternidad, sin antes asearse.

Para hacer frente al problema, instauró una sencilla medida antiséptica, que consistía en que toda persona debía lavarse las manos con una solución hecha a base de cal clorada, antes y después de cualquier procedimiento forense, así como previo a entrar en contacto con las futuras madres. Con la nueva norma implementada, Semmelweis continuó tomando registro de los decesos, los cuales, para 1847, habían decaído notablemente, pues la tasa bajó hasta el 2 %, respecto al 18.3 % alcanzado en 1842.

Pese a sus demostraciones, tanto con datos como con hechos, Semmelweis fue duramente criticado y señalado por la sociedad y especialmente por su gremio, ya que no aceptaban la idea de que se culpara a los médicos como los responsables de las muertes; además, no creían que la higiene y un “simple lavado de manos” fueran determinantes en el control de las enfermedades. Por esto, en 1849, fue relevado de su cargo y en su lugar quedó el obstetra Carl Braun, quien prohibió las medidas sanitarias implementadas por Semmelweis, porque consideraba que la causa real era la mala ventilación de las habitaciones. Lógicamente, la tasa de mortalidad volvió a aumentar.

Triste final

Luego de su despido, Semmelweis consiguió una plaza como catedrático de obstetricia teórica y práctica en la Universidad de Pest, en Hungría, donde insistió sobre la importancia de su método. No obstante, su estado de ánimo fue decayendo con el tiempo, resultado del rechazo y la incomprensión de sus pares, aunado, quizá, al recuerdo de las personas que vio morir y de aquellas que continuarían haciéndolo; sufría constantes episodios de depresión y arranques de irritabilidad. Asimismo, su personalidad también cambió, pues se dice que, de un momento a otro, tomó la extrema decisión de otorgar consultas únicamente por las noches. A todo esto, se le sumó un deterioro mental, con presencia de crisis psicóticas y paranoicas. Como consecuencia, en julio de 1865, sus amigos lo internaron en un hospital psiquiátrico.

Durante su estancia en el lugar, se hirió el dedo medio de la mano derecha a causa de un forcejeo que tuvo con los enfermeros, quienes intentaban controlarlo en medio de uno de sus arranques. Pronto, la herida se gangrenó y, al cabo de unas semanas, el médico murió a los 47 años de edad, el 13 de agosto de 1865. Otras versiones señalan que el fallecimiento ocurrió debido a los golpes y a los malos tratos que sufrió en el sanatorio.


En 1861, Semmelweis publicó su única obra: Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal, que recoge los datos estadísticos, las observaciones y todo el desarrollo de la investigación que le permitió concluir sobre la importancia de lavarse las manos.
El reconocimiento le llegó de manera póstuma, cuando Luis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) teorizaron sobre las enfermedades causadas por infecciones bacterianas y se entendió la naturaleza de los microorganismos.

Aunque parece un descubrimiento pequeño y no se le haya otorgado la relevancia que merecía, en realidad, se trató de un gran aporte que serviría de base para investigaciones futuras que revolucionarían la medicina. Hoy, en medio de esta lucha contra el COVID-19, la medida de Semmelweis, ridiculizada en su momento, es una de las acciones que están salvando vidas.

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