Pese a que muchos pacientes le temen a estos instrumentos, fundamentales en la práctica de la medicina, lo cierto es que su invención, que data del siglo XIX, contrario a ser una ‘tortura’, supuso un beneficio tanto para ellos como para el personal de la salud, ya que, anteriormente, se utilizaban métodos mucho más dolorosos y menos efectivos para administrar o extraer sustancias del cuerpo. ¿Se lo imagina?
Antes de contarle la historia sobre la creación de la jeringa y su evolución hasta llegar al diseño que conocemos hoy, es preciso aclarar dos palabras que, a menudo, suelen tomarse por sinónimos. De acuerdo con la definición de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), la jeringa es un instrumento compuesto por un tubo que termina, por su parte anterior, en un cañoncito delgado, y dentro del cual juega un émbolo, a través del que asciende, primero, un líquido cualquiera, que se arroja o inyecta, después. A su vez, la jeringuilla es una jeringa pequeña, en la que se enchufa una aguja hueca, de punta aguda, cortada a bisel, y sirve para inyectar sustancias medicamentosas en tejidos u órganos. Lo anterior, para ayudarle a comprender la terminología de la presente nota, ya que la creación de ambos objetos no se dio a la par; la aguja es más joven, y su llegada innovó la, de por sí, ya revolucionaria jeringa, facilitando muchos procedimientos médicos, como las vacunas, el suministro de fármacos, la extracción sanguínea o las transfusiones.
Inspiración en la naturaleza
Al igual que otros inventos, que estuvieron inspirados en la biología de los animales, se cree que la idea de introducir fluidos al cuerpo mediante un instrumento tubular con punta delgada y, a la vez, hueco, para conducir dicho fluido, se basó en la forma en que las serpientes inyectan su veneno, a través de sus colmillos punzantes.
Los griegos antiguos ya comenzaban a experimentar con esa idea; el cirujano Galeno (c. 129-216), por ejemplo, profundizó en los postulados del médico y enciclopedista romano Aulus Cornelius Celsus (25 a. C.-50 d. C.), descritos cien años antes, acerca de la posibilidad de administrar ungüentos y unciones con la ayuda de jeringas de pistón simples. De hecho, la etimología de la palabra se ubica en el latín siringa, que, a su vez, proviene del griego syrinx, que significa ‘caña o tubo hueco’.
Existe un mito griego que explica el origen de la jeringa, entendida como un instrumento de succión. Siringa era una ninfa de Arcadia, a quien le gustaba cazar con un arco de cuerno. Cierto día, Pan, dios de los pastores y los rebaños, con apariencia de fauno, la vio bajar por un monte y se enamoró perdidamente de ella; así que comenzó a perseguirla, pero la joven logró llegar al borde de un río, donde, sintiéndose acorralada, pidió a las otras ninfas que la convirtieran en un cañaveral. Cuando Pan arribó, cortó una caña y empezó a soplar a través de ella, produciendo un dulce sonido.
En aquellos principios y durante mucho tiempo, no se recurría a los pinchazos, sino que se aprovechaban las heridas abiertas o, bien, se hacían incisiones en la piel, y sobre ellas, con ayuda de los primeros modelos de jeringas, se depositaba la sustancia. Asimismo, se utilizaban las cavidades naturales, como la boca, el ano o la vagina, como conductos.
Por su parte, el oftalmólogo egipcio Ammar ibn Ali al-Mawsili (c. 996-1020) creó su propio prototipo de jeringa. Era un tubo largo y delgado de vidrio, el cual utilizó para retirar las cataratas de sus pacientes, mediante la succión, como si se tratara de un popote. Posteriormente, en el siglo XIII, dicha técnica fue copiada por otros médicos para extraer sangre, fluidos y veneno.
De jeringa a jeringuilla
En 1656, el arquitecto inglés Sir Christopher Wren diseñó un modelo que ya se perfilaba a ser una jeringuilla. Utilizó el cálamo de una pluma de ganso, fino y hueco, al que le amarró la vejiga de un mamífero a uno de los extremos, de modo que en ella se depositara la sustancia a inyectar, y, al mismo tiempo, sirviera de bomba para impulsar ésta por el canal de la pluma hasta que saliera por el otro lado. Con ese artefacto, experimentó, inoculando cerveza y vino a un perro.
Tiempo después, con la intención de perfeccionar la técnica de inyección, los médicos y naturalistas alemanes Johann Daniel Mayor y Johann Sigismund Elsholtz hicieron investigaciones que consistieron en suministrar diversas sustancias a personas, quienes, desafortunadamente, fallecieron después de someterse a los procedimientos. Esto ocasionó que se suspendiera este tipo de estudios, que fueron retomados casi dos siglos después.
En 1845, Francis Rynd, un médico irlandés, creó la primera aguja de acero; aunque no era, para nada, fina como las que hoy se utilizan. Lucía, más bien, como un bolígrafo actual, es decir, un tubito delgado, cuyo extremo finalizaba en una punta cónica. La empleó para inyectar medicina a un paciente, por vía subcutánea.
Durante la década de 1850, varios personajes aparecieron en escena, aportando un elemento nuevo al diseño de la jeringa. Primero, fue Alexander Wood, médico escocés, considerado el padre de la aguja hipodérmica, ya que moldeó una especie de popote muy delgado, de metal, con un corte diagonal en un extremo, que formaba una punta filosa, el cual usó para suministrar morfina a su esposa, quien padecía un cáncer terminal que le causaba fuertes dolores en el cuerpo. Se cree que ella fue la primera persona en recibir tal sustancia con ese método, y la primera en volverse adicta a ésta.
Posteriormente, el cirujano francés Charles Pravaz, con ayuda de Louis-Joules Béhier, perfeccionó el artilugio de Wood: hizo una aguja un poco más estilizada y la unió a una jeringa que él mismo había inventado, la cual incorporaba un pistón. Usó su modelo para administrar anticoagulantes por vía intravenosa, y se encargó de popularizarlo.
Antes de finalizar el siglo, a estos y otros hombres visionarios y revolucionarios, se les unió Letitia Mumford Geer, una enfermera inglesa que ha pasado a la historia, llevándose el mérito de ser la pionera de la jeringa manipulable con una sola mano, algo que, actualmente, parece tan normal, pero que, en aquel entonces, suponía una gran innovación. Mumford buscaba proveer una herramienta que permitiera al personal médico inyectar una sustancia sin la ayuda un asistente. Se utilizaba en el ano y, para alivio de todos, no tenía aguja.
Su prototipo era un cilindro similar al de las jeringas actuales, pero con un émbolo en forma de cola curveada, semejante al brazo de un trombón. Obtuvo la patente el 11 de abril de 1899, y en los documentos oficiales, puede leerse la indicación de cómo utilizarlo: “El operador inserta la boquilla en el recto y sujeta el cilindro, colocando los dedos de la misma mano en el brazo rígido del mango. El mango está en una posición alejada del cilindro antes de inyectar el medicamento. La extensión evita que los dedos se deslicen del brazo rígido. El mango puede colocarse en una posición cercana al cilindro mientras se inyecta el medicamento, con el uso de una mano, lo que permite al operador usar la jeringa él mismo, sin necesidad de asistencia“.
La jeringuilla moderna
Las primeras jeringas de la historia eran de metal, pero, luego, alrededor de 1866, comenzaron a fabricarse de vidrio, por considerarse un material más práctico debido a su transparencia. Incluso, la empresa británica de cristalería Chance Brothers and Company (que trabajó en los vitrales del reloj Big Ben), empezó a producir masivamente jeringas de cristal, con piezas intercambiables. Sin embargo, pese a que, después de usarse, los médicos las sometían a un proceso de lavado y esterilización, eran un medio frecuente de transmisión de enfermedades, como la hepatitis, la malaria, la poliomielitis y la tuberculosis. Por esta razón, en 1956, Colin Murdoch, veterinario y farmacéutico neozelandés, desarrolló el primer modelo de la jeringuilla de un solo uso, proponiendo que ya viniera cargada con la vacuna o medicamento en cuestión, de modo que, después de aplicarse, la ampolleta se desechara; no obstante, su idea fue rechazada por considerarse demasiado futurista.
Pero no pasó mucho tiempo, para que la jeringuilla desechable saliera al mercado y se popularizara alrededor del mundo; eso fue gracias a la empresa estadounidense líder en tecnología médica, Becton Dickinson. El vidrio había sido sustituido por el plástico; la idea de Mumford Geer, para que pudiera usarse con una sola mano, se mejoró; y las agujas fueron estilizándose cada vez más, con el fin de que la punción fuera muy sutil y menos dolorosa para los pacientes. Existen agujas tan finas que tienen el grosor que un cabello humano. ¿Se imagina la tecnología y precisión que hay detrás de su elaboración?
El calibre de las agujas hipodérmicas se mide en Gauges, unidad de medida cuya escala numérica es inversa al grosor de la aguja. Es decir, la más gruesa equivale a 1 G, que tiene 12.7 mm de diámetro, aproximadamente; mientras que una de 36 G mide sólo 0.102 mm de diámetro. La base de las agujas tiene un color distinto, según el número de su calibre.
La tripanofobia es el terror o miedo irracional a las agujas y, por ende, a las inyecciones. Es un fenómeno muy común en la población, al cual, seguro, se han enfrentado todos los profesionales de la salud a la hora de aplicar alguna vacuna, extraer muestras de sangre o realizar cualquier otro procedimiento médico a pacientes que lo sufren, sobre todo los niños pequeños. Las personas con tripanofobia la pasan verdaderamente mal cuando tienen que enfrentarse a situaciones que involucran una aguja, presentando síntomas, como ansiedad, angustia, mareos, náuseas, desmayos, aceleración del ritmo cardíaco y fuertes ataques de pánico. Incluso, hay quienes, tratando de evitar un encuentro con estos instrumentos, desisten de ciertos tratamientos, lo que puede poner en riesgo su salud.
¿Qué hacer para ayudar a una persona con una crisis causada por la tripanofobia? En el caso de los niños, los especialistas recomiendan, primeramente, no inculcarles el miedo a las agujas, amenazándolos con picarlos si se portan mal; al contrario, debe hacérseles ver el lado bueno de éstas, como que gracias a las inyecciones es posible vacunarlos y administrarles medicina, para que se sientan mejor en poco tiempo. Al momento del piquete, conviene distraerlos, tomarlos de la mano y evitar que vean la aguja. En los adultos, sirven las técnicas de respiración y también la distracción. En situaciones extremas, lo ideal es acudir con un especialista facultado para practicar terapias de exposición y superación de los miedos, o para recetar medicamentos relajantes.
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