Al inicio de la década de 1860, el químico sueco Alfred Nobel se había interesado por experimentar con la nitroglicerina, una sustancia compuesta por ácido nítrico y glicerina, que es un explosivo muy potente, demasiado inestable y difícil de manejar y transportar. Y es que hacía tiempo que se buscaba un sustituto para la pólvora, que fuera más eficiente en los trabajos de minería y construcción.
Cierto día, mientras Nobel continuaba con sus experimentos, hubo una gran explosión en su fábrica, en la que falleció su hermano. A raíz de tal episodio, se prometió encontrar la forma para estabilizar a la nitroglicerina. En 1866, descubrió que la clave era mezclarla con la diatomea o tierra de diatomeas, un sustrato compuesto por microfósiles de algas, capaz de absorber la nitroglicerina y regular su potencia según el porcentaje presente de ésta, desde el 20 al 60 %. De esta forma, y añadiendo un detonador a distancia, creó un explosivo más seguro de usar y almacenar.
El 26 de mayo de 1867, registró la patente de su invento, al que, en principio, bautizó como ‘pólvora explosiva Nobel’; sin embargo, posteriormente, lo llamó dinamita, tomando como referencia la palabra griega dynamis, que significa ‘poder’. Gracias a esto, se hizo de una gran fortuna, la cual, después de su muerte, en 1896, sirvió para crear a la premiación que lleva su nombre.
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