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Antonio del Castillo Patiño, pionero de la paleontología en México

Hay ciencias que observan el presente, y otras que intentan descifrar el porvenir, pero pocas, como la paleontología, tienen el privilegio de escuchar las voces silenciadas del pasado más remoto. Derivada del griego palaios, que significa “antiguo”; onto, que es “ser”; y -logía, “tratado o estudio”, la paleontología es el arte científico de interpretar los restos fósiles —huellas, osamentas, impresiones— que los seres vivos han dejado en las entrañas de la Tierra. Es una ciencia profundamente interdisciplinaria, en la que convergen la biología, la geología y la química, para reconstruir los mundos desaparecidos que antecedieron al nuestro.


La paleontología cataloga formas extintas, mide el tiempo geológico en eras, reconstruye paisajes olvidados, desentraña procesos evolutivos y revela patrones de vida, lo que nos permite comprender mejor quiénes somos y de dónde venimos. Cada fósil encontrado es una página suelta del gran libro del tiempo; interpretarla exige tanto rigor técnico como sensibilidad científica, intuición y asombro. En su práctica, el pasado se convierte en presente, y la piedra se transforma en relato.


En el contexto global, la paleontología emergió como una ciencia moderna en el siglo XIX, de la mano de avances en la estratigrafía (estudia las capas de las rocas), la sistemática y la teoría de la evolución. Sin embargo, en países como México, este desarrollo encontró un camino propio, marcado por retos educativos, políticos y sociales. La riqueza geológica del territorio nacional, con sus abundantes formaciones sedimentarias, yacimientos fósiles y biodiversidad, representó un laboratorio natural, ideal para el surgimiento de una paleontología local, con identidad propia.


Fue precisamente en este escenario donde surgió una figura clave que marcaría un antes y un después en la historia de las ciencias de la Tierra en México: Antonio del Castillo Patiño, considerado el primer paleontólogo mexicano, cuya influencia fue determinante, aunque su formación inicial no fue en esta disciplina, sino en la ingeniería de minas. Nacido el 17 de junio de 1820, en Pungarabato (que actualmente es la Ciudad Altamirano, entre Guerrero y Michoacán), y formado en el prestigioso Colegio de Minería de la Ciudad de México, en 1845, de acuerdo con algunas biografías, como la publicada por la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (CONABIO), se sabe que, un año después de graduarse, se desempeñó como profesor y, después, como director, por muchos años, de mineralogía, geología y paleontología en la misma institución, donde tuvo la oportunidad de presentar las nuevas teorías científicas del geólogo inglés Charles Lyell, plasmadas en su libro Principios de Geología, el cual, a su vez, tuvo gran influencia sobre el naturalista inglés Charles R. Darwin. 


Castillo Patiño encarnó el espíritu científico del siglo XIX, aquel que no distinguía entre especializaciones, sino que abrazaba la totalidad del conocimiento natural. Su enfoque innovador —al unir el trabajo teórico con la observación directa del terreno— lo llevó a impulsar un cambio radical en la enseñanza de la geología. Era un firme creyente en el valor del aprendizaje empírico, por lo que organizaba frecuentes excursiones geológicas con sus estudiantes, anticipando un modelo pedagógico que hoy consideramos indispensable. Pero su impacto no se limitó al aula, promovió la creación de colecciones geológicas, participó en la fundación de la Comisión Geológica de México, escribió valiosos informes científicos, como el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y fue un impulsor clave en la institucionalización de la paleontología como campo de estudio en México.


Para comprender la magnitud del legado de Antonio del Castillo Patiño, es indispensable entender el agitado y complejo entorno del siglo XIX en México. Se trata de un período en el que la nación recién independizada buscaba construir sus propias instituciones científicas, educativas y culturales, en medio de constantes inestabilidades políticas, guerras civiles, intervenciones extranjeras y transformaciones sociales profundas.


Tras la consumación de la independencia, en 1821, México enfrentó el desafío de consolidar un sistema científico nacional, prácticamente desde cero. Las instituciones heredadas del virreinato, como el Real Seminario de Minería —posteriormente, transformado en el Colegio de Minería—, se convirtieron en pilares fundamentales para la formación de una élite técnica y científica. Fue en este contexto donde surgió una generación de ingenieros, naturalistas y médicos que comenzaron a explorar, clasificar y describir sistemáticamente el territorio nacional. La ciencia se entendía entonces como una herramienta para el progreso, el orden y la modernización del país.


A nivel internacional, las décadas de 1830 y 1840 marcaron un punto de inflexión en la historia de las ciencias naturales, con la aparición de nuevas teorías geológicas y la consolidación de la paleontología como disciplina científica. En Europa, autores como Georges Cuvier, Charles Lyell y, más tarde, Charles Darwin revolucionaban la comprensión del tiempo geológico y la historia de la vida. Estas ideas comenzaban a filtrarse en América Latina, a través de textos, traducciones y viajes científicos, aunque su incorporación plena en los programas educativos fue desigual.


En México, la geología y la paleontología se vieron inicialmente vinculadas al desarrollo económico, en particular a la minería. La exploración del subsuelo no se hacía con fines exclusivamente científicos, sino, también, prácticos. Para los científicos, era importante encontrar vetas minerales, comprender la estructura geológica para evitar accidentes y facilitar la explotación de los recursos. No obstante, algunos pioneros, como del Castillo Patiño, entendieron que el conocimiento del subsuelo debía ir más allá del beneficio económico inmediato. Para ellos, la Tierra era también un objeto de estudio en sí misma, digna de ser comprendida por su historia natural y su belleza estructural. Posteriormente, en 1888, fue integrante de la Comisión Geológica Mexicana y director del Colegio de Minería-Escuela Nacional de Ingenieros, entre 1881 y 1895.


En este entorno, la figura de Antonio del Castillo representa una convergencia singular, ya que fue un ingeniero de formación, pero, también, un naturalista por vocación. Su labor docente, sus excursiones científicas y sus contribuciones al conocimiento paleontológico surgieron en una época en la que aún no existía un campo profesional formalizado para esta ciencia en México. Más allá de sus propios descubrimientos, su verdadero aporte fue el de haber abierto camino para que la geología y la paleontología mexicanas tomaran forma institucional y académica.


Antonio del Castillo Patiño es recordado como un hombre adelantado a su tiempo. Su enfoque pedagógico, su pasión por la observación directa de la naturaleza y su esfuerzo por institucionalizar las ciencias geológicas lo convierten en una figura clave del siglo XIX mexicano. Gracias a su trabajo, hoy, contamos con una base sólida en paleontología y con instituciones que continúan explorando la historia de nuestro planeta desde una perspectiva científica y nacional. A más de un siglo de su muerte, ocurrida a los 75 años, el 27 de octubre de 1895, su legado sigue vivo en los museos, colecciones científicas y generaciones de geólogos que recorren los paisajes de México, descubriendo historias que han quedado atrapadas entre las rocas.

 

 

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