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El arte del té, una historia milenaria en cada sorbo

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Desde las brumosas montañas de China hasta las teterías contemporáneas de todo el mundo, el té ha acompañado a la humanidad durante siglos, como símbolo de meditación, diplomacia, comercio, cultura y salud. Presente tanto en ceremonias tradicionales como en reuniones casuales, es mucho más que una bebida; es un puente entre civilizaciones, una expresión de identidad, es medicina ancestral, símbolo espiritual, motor económico, estandarte cultural y ritual diario.


El té es una bebida muy presente en la actualidad, siendo la segunda más consumida en el mundo, después del agua. Pero su historia se remonta a milenios atrás y revela un recorrido fascinante a través de continentes, imperios, guerras, religiones y tradiciones que siguen vivas, evolucionando y adaptándose al ritmo del mundo moderno.



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Antes de continuar, es preciso hacer una aclaración respecto al concepto de té. De manera general, entendemos por té como una infusión ya sea de hierbas aromáticas o de frutos; sin embargo, el auténtico té es aquella infusión de las hojas y brotes de la planta de té (Camellia sinensis), originaria del sur de China y del sudeste asiático.


El nacimiento del té


La historia del té comienza en la antigua China, con raíces que se hunden tanto en mitología como en evidencia científica.


Según la leyenda más conocida, alrededor del año 2737 a. C., el emperador y herbolario chino Shennong (o Shen Nung) estaba hirviendo agua cuando unas hojas cayeron de un árbol cercano (Camellia sinensis) y se infusionaron accidentalmente en su recipiente. El aroma lo intrigó y, al probar la bebida, notó efectos vigorizantes. Así nació, por casualidad, la primera taza de té. Una variante de la leyenda, relatada por TED-Ed, indica que, cierto día, Shen Nung se encontraba en el campo, en busca de hierbas y granos, y que ingirió algo que le causó envenenamiento casi al borde de la muerte; sin embargo, una hoja de un árbol, arrastrada por el viento, cayó en su boca y, al masticarla, se revitalizó.


Pero más allá de esta narrativa mítica, según TED-Ed, los hallazgos arqueológicos validan que la planta de té ya se cultivaba por aquellas latitudes desde hace 6000 años –alrededor de 1500 años antes de la construcción de las pirámides de Guiza (c. 2600 a. C.)–. Se consumía, inicialmente, como verdura o cocinada como avena. Fue hasta hace alrededor de 1500 años que comenzó a tomarse a modo de infusión. Con el tiempo, se consolidó una forma estándar de prepararla: primero, las hojas se calentaban y, luego, se molían hasta formar un polvo, el cual, se disolvía en agua caliente, para hacer la bebida llamada matcha.



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Originalmente, el té matcha fue utilizado como medicina. Preparado con cebolla, jengibre u otras hierbas, formaba parte de prácticas terapéuticas. Fue en la dinastía Tang (618–907 d. C.) cuando el té se convirtió en una bebida de consumo general y símbolo cultural. Se servía en casas de té y se volvió el eje de reuniones intelectuales y ceremonias.


Durante este período, Lu Yu, un monje budista, escribió el Clásico del Té (Chájīng) —el primer tratado conocido sobre esta bebida—, donde aborda aspectos técnicos de la recolección y preparación del té y de su valor espiritual y estético. Para Lu Yu, preparar té era una forma de cultivar la armonía entre el hombre y la naturaleza.


El té viajó de China a Japón, en el siglo IX, con monjes budistas, quienes lo integraron a la meditación zen. Allí, evolucionó hacia la ceremonia del té japonesa (chanoyu), una práctica ritualizada que combina estética, filosofía y espiritualidad. En Corea, se desarrolló la darye (etiqueta del té), también, con raíces budistas, enfocada en la sencillez y la introspección. Así, en Asia oriental, el té dejó de ser sólo una bebida y se convirtió en una vía de conexión espiritual y expresión artística.


El encuentro con Occidente


Para el siglo XIV, China todavía dominaba el comercio de los árboles de té en el mundo, haciendo del té uno de sus tres productos esenciales de exportación, junto con la porcelana y la seda. El té llegó a Europa en el siglo XVII, por medio de comerciantes holandeses y portugueses, pero fue en Inglaterra donde floreció como institución cultural. Introducido en la corte inglesa, después de 1661, por Catalina de Braganza, noble portuguesa y reina consorte de Carlos II de Inglaterra, se popularizó entre la aristocracia y, eventualmente, con el tiempo, en todas las clases sociales.


Por aquellos tiempos, Gran Bretaña se encontraba en un proceso de expansión y colonización de distintos territorios a lo largo del globo, de modo que su cultura del té también se difundió, haciendo de éste un producto muy popular. Tanto así que, para la centuria de 1700, el té en Europa se vendía diez veces más caro que el café, aunque la planta todavía se cultivaba únicamente en China. De este modo, había una competencia entre compañías europeas por llevar la mayor cantidad de té –y más rápido­– hacia el Viejo Continente.


Al principio, Inglaterra pagaba la importación de té con plata, pero, con el tiempo, se volvió poco rentable costearlo bajo ese método. Por lo que comenzaron a intercambiarlo por opio, en un comercio desigual e ilegal. Esta situación generó un problema de salud en China, debido a que la población comenzó a hacerse adicta a la sustancia. Como respuesta, en 1839, China destruyó grandes cargamentos ingleses de opio, lo que desató las Guerras del Opio (1839–1860), una serie de conflictos en donde los ingleses buscaban forzar a los chinos a aceptar el comercio ilegal de opio y a abrir sus puertos. Pese a que el gobierno chino trató de resistirse, fue derrotado y, como consecuencia, se vio obligado a legalizar el opio, a la apertura de puertos al comercio exterior y la cesión de Hong Kong a los británicos. Simultáneamente, para reducir la dependencia del té chino, Inglaterra desarrolló el cultivo en sus colonias, especialmente en Assam y Darjeeling (India), y Ceilán (actual Sri Lanka).


Luego del descubrimiento del té y su forma de procesarlo y tratarlo, durante siglos, especialmente en regiones del Tíbet, China y Mongolia, el té en forma de ladrillo era tan preciado que se utilizaba como moneda de cambio. Estos bloques, hechos de hojas de té prensadas y secas, eran fáciles de transportar, duraderos y resistentes al paso del tiempo. A veces, incluso, se marcaban con símbolos o sellos oficiales, como si fueran billetes. Se podía usar el té ladrillo para pagar por comida, animales o armas. De hecho, en algunas zonas del Tíbet rural, esta práctica continuó hasta bien entrado el siglo XX.


Una planta, múltiples tés


Come mencionamos al principio, el té auténtico proviene de la misma planta, Camellia sinensis, de la cual existen dos variedades principales: C. sinensis sinensis, originaria de China, resistente al frío y usada para el té blanco, verde y oolong; y C. sinensis assamica, nativa de Assam, India, de hojas más grandes, usada para té negro.


De esta planta, se obtienen seis tipos diferentes de té, que dependen del grado de oxidación de las hojas y de la temperatura del agua para la infusión.


Té negro: Es el más oxidado de todos, por lo que se prepara con agua a temperaturas entre los 95 y 100 °C, durante tres a cinco minutos. Cuanto más alta es la temperatura, más amargo es el sabor de la infusión.


Oolong: Es el tipo de té más variado,  ya que se caracteriza por una oxidación parcial, la cual puede ir desde un 8 hasta un 85 %. Esto significa que tendrá sabores distintos según el grado de oxidación, que pueden ir desde tonos florales, afrutados o tostados. Si se busca una oxidación media, lo ideal es calentar el agua a 85 °C; si se prefiere una oxidación menor, deberá preparase a 80 °C.


Té verde: La oxidación es mínima y tiene un sabor vegetal. Se prepara con agua a temperaturas menores de 80 °C hasta 75 °C, mínimo.


Té amarillo: No es muy conocido; suele consumirse mayormente en China. Es muy similar al verde, pero pasa por una proceso especial en el que adquiere su característico color amarillo. Es más aromático y no posee tanta astringencia (sensación mixta en boca entre sequedad y amargor) como el té verde.


Té blanco: La oxidación es casi nula. Su sabor es suave, ya sea floral o afrutado. Es la variación más compleja y delicada de todas, y se prepara con brotes jóvenes.


Té pu’er o pu-erh: Se distingue porque se prepara con las hojas fermentadas. Su sabor es terroso, envejecido.


Cabe mencionar que la oxidación influye en los sabores y la intensidad de ellos en el té. Así, la oxidación tiende a aumentar el dulzor y a intensificar el sabor. Sin embargo, el grado de amargor que adquiere un té depende de diferentes factores, como la oxidación en conjunto con la temperatura del agua, la cantidad de hojas que se ocupan, el tiempo de infusión, si hay un proceso de fermentación y hasta el tipo de taza o recipiente que se usa; al igual que factores relacionados al cultivo de la planta, como el suelo, el clima, la altitud y los métodos de recolección. Es por ello que, en la cultura china y japonesa, principalmente, la preparación del té es casi una coreografía meditativa.


Y es que, en cada taza de té, se tome donde se tome y en la forma que sea, hay siglos de historia, espiritualidad, conflicto, arte, sanación y una expresión de amor de quien lo prepara hacia quien lo recibe.

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