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El chicle, hijo de los mayas



Ya sea para combatir el mal aliento, para sentir un sabor agradable en la boca, para calmar la ansiedad o, simplemente, para divertirse un rato, tronando bombitas, todos hemos ‘masticado’ las dulzuras de la goma de mascar. Se trata de una golosina muy peculiar, pues gusta, aunque no pueda comerse. Pareciera un producto moderno, y, en parte, lo es, sin embargo, la tradición de mascar chicle es más antigua de lo que creeríamos. Es de origen prehispánico; propiamente, de la civilización maya, que dominó la técnica de su extracción y elaboración natural y la fue transmitiendo de generación en generación, pero que, posteriormente, le fue arrebatada por manos extranjeras.


Los mayas elaboraban el chicle a partir de la resina del árbol chicozapote (Manilkara zapote), conocido también como árbol chiclero, nativo de las selvas del sureste de México y del norte de Centroamérica (región de asentamiento de esta cultura). Le llamaban sicté ya’, que significa ‘masticar con la boca’, y lo utilizaban como limpiador bucal antes de una ceremonia religiosa o para mitigar la sed en épocas de sequía, porque aumentaba la salivación.


Debido al intercambio comercial entre las culturas prehispánicas, el producto llegó a los aztecas, quienes se referían a él como tzictli, vocablo náhuatl que se traduce como ‘pegar’; esto, quizá, por su consistencia. De acuerdo con lo relatado en Historia general de las cosas de la Nueva España, por Fray Bernardino de Sahagún, hombres y mujeres lo mascaban, pero más ellas, “para echar reuma y también para que no les hieda la boca... y, por aquello, no sean desechadas”. Indica que solían mascarlo las muchachas y las mozas adultas, aunque sólo lo hacían en sus casas, a menos que fueran “públicas mujeres”, quienes lo hacían en todas partes, “sonando las dentelladas como castañetas”.


Pese a que su origen más reconocido es el de la tradición maya, se tiene evidencia del consumo de chicle en distintas civilizaciones del mundo. El indicio más cercano sobre la existencia de esta sustancia masticable data de la Edad de Piedra. En el yacimiento arqueológico Monte Verde, en Chile (cuya existencia se remonta a aproximadamente 14 mil años, según carbono 14), se encontraron los primeros chicles, que eran una mezcla de boldo y distintas especies de algas. Por su parte, en Finlandia, se hallaron resinas de alquitrán de abedul, con 6 mil años de antigüedad; y se sabe que los griegos mascaban un material hecho del látex del árbol de la masilla.

La receta maya


Hacer chicle, siguiendo la técnica ancestral maya, no es cosa sencilla; por el contrario, es una labor dura y arriesgada. Y es que, para obtener la materia prima, los ‘chicleros’ deben escalar el tronco del árbol, que puede alcanzar una altura de hasta 40 metros, llegando hasta donde surgen las primeras ramificaciones. Durante el trayecto, con ayuda de un afilado machete, van haciendo ‘heridas’ largas y profundas en la corteza, formando un camino en zigzag, por el cual escurrirá la resina o látex hasta llegar a la base del árbol, donde se depositará en una bolsa de lona anclada al tronco. Cada ejemplar de chicozapote produce, aproximadamente, entre 1.5 y 5 kilogramos de resina, y debe dejarse descansar por un período de entre cinco a siete años antes de volverlo a drenar.


Parece tarea sencilla, sin embargo, el peligro está en que el único equipo de seguridad con el que cuentan los chicleros es una cuerda tensa que rodea su cintura y el tronco del árbol, con la cual se ayuda para trepar, sosteniendo su propio peso sobre ésta. Una pisada en falso o un mal movimiento con el machete, que pueda cortar la cuerda, y la persona caerá bruscamente, ocasionándose severos daños o, incluso, la muerte. Además, el momento ideal para extraer la resina del chicozapote es durante la temporada de lluvias, lo que implica la abundancia de mosquitos; de modo que el trabajador, aparte de exponerse a una gran altura sin protección, termina empapado y con el cuerpo lleno de piquetes.


Una vez recolectado el látex, se filtra y se pone a cocer en grandes ollas metálicas, llamadas pailas, para que pierda humedad y adquiera su consistencia viscosa. Luego, cuando ya está frío, se coloca en marquetas, que son moldes de madera, para formar las tablillas. Finalmente, se corta en trozos y está listo para consumirse.


Un maya disfrazado de gringo

La goma de mascar que conocemos hoy en día es resultado de la influencia estadounidense en el proceso de elaboración natural. Al igual que los mayas, los indios norteamericanos mascaban la resina de un árbol, en este caso, del abeto. Esta práctica fue imitada por los colonos de Nueva Inglaterra, y en 1848, John B. Curtis vendió el primer chicle comercial, bajo el nombre de Estado de Maine Pure Spruce Gum.


Pero el hecho que impulsó la industria chiclera estadounidense ocurrió, de manera indirecta, gracias al general Antonio López de Santa Anna. Durante un período de exilio en aquel país, se llevó grandes cantidades de chicle de chicozapote, con la idea de someterlo a un tratamiento especial y obtener un material que funcionara como sustituto del hule. Ahí, conoció al fotógrafo Thomas Adams, a quien le contó de su proyecto. Entusiasmado con la idea, el estadounidense intentó fabricar juguetes, llantas, zapatos y otro tipo de artículos, pero nunca obtuvo buenos resultados. Ante el fracaso, Santa Anna desistió de continuar con los experimentos; sin embargo, en 1860, Adams, con un poco más de visión, inició un negocio orientado a la fabricación de la golosina, inspirado en el chicle que el expresidente mexicano masticaba; entonces, mezcló el látex con un poco de parafina, le añadió saborizantes y así creó las primeras gomas de mascar modernas, con sabor, mismas que vendió a nombre de la marca Adams New York No. 1, siendo un gran éxito.


Posteriormente, patentó la primera máquina para elaborar chicle, y hacía goma de mascar en forma de pequeñas esferas de colores, las cuales vendía en maquinitas dispensadoras a cambio de un centavo de dólar. Años más tarde, con otros socios, creó la American Chicle Company, que producía cinco millones de paquetes al día.


Otro personaje importante en la consolidación de la industria de la goma de mascar en Estados Unidos fue William Wrigley Jr., quien estableció su empresa a finales del siglo XIX, logrando conquistar el 60 % del mercado en tan sólo dos décadas. Parte del éxito de Wrigley se debió a sus estrategias de publicidad. Cierta ocasión, como método promocional, le envió gratuitamente a todos los ciudadanos registrados en el directorio telefónico, un paquete con cuatro piezas de chicle. Y durante la Primera Guerra Mundial, impulsó una campaña de comunicación, en la que afirmaba que mascar chicle reducía la tensión, ayudaba a la digestión y mitigaba la sed y el hambre. De este modo, el producto se incluyó en las raciones de alimento que se entregaban a los soldados.


Pero detrás de esa floreciente industria, estaba oculto el verdadero protagonista: el chicle maya, el cual era sustraído de las selvas mexicanas por concesionarias de estas empresas e importado a través de distintas vías de comunicación que se habían establecido en Yucatán. Los chicleros eran campesinos, a quienes se les pagaban sueldos ínfimos por la ardua labor. Además, las compañías no se preocupaban por el desgaste ambiental ni por cuidar el entorno, pues no plantaban más árboles ni respetaban sus períodos de descanso después de ser explotados.


Regresando a sus orígenes


Por lo anterior, a partir de 1930, las concesiones fueron retiradas y el negocio de extracción y producción de chicle quedó en manos de las comunidades locales mexicanas, lo que favoreció la recuperación económica y la restauración de la zona. Así, surgió la primera cooperativa de productores de chicle, y en 1948, nuestro país exportaba cerca de 8 mil 165 toneladas de resina como materia prima. Sin duda, fue un período de prosperidad, pero, al cabo de unos años, aparecieron otros obstáculos: la llegada de las sustancias artificiales, como el acetato de polivinilo, y la privatización de Impulsora y Exportadora Nacional, una empresa estatal que se encargaba de la comercialización de productos nacionales en el extranjero.


Entonces, el gobierno de Quintana Roo emprendió un plan de reestructuración de la actividad chiclera, lo que dio origen a la conformación de seis cooperativas nuevas, que integraron la Unión de Productores de Chicle Natural y diseñaron un nuevo modelo de negocio para enfrentar la crisis. En 2002, se creó el Consorcio Chiclero, que se encargaba de vender el producto virgen a Japón, Corea e Italia. No obstante, el objetivo principal del proyecto no sólo era vender materia prima, sino producir una propia goma de mascar y exportarla, para lo cual había que crear una fórmula única.

Después de cuatro años de pruebas, con ayuda de un químico japonés, se desarrolló una receta, y a raíz de esto, en 2009, surgió Chicza, una empresa mexicana, productora de la primera goma de mascar orgánica, biodegradable y certificada.


Era una excelente propuesta, pero no podía competir con el imperio de las compañías estadounidenses. No obstante, el consorcio no se dio por vencido; salió a buscar otros mercados, los cuales encontró en Europa, en donde hay una especial preferencia por los productos orgánicos. Desde entonces, sigue activo y triunfando; produce alrededor de 90 toneladas de chicle, de las cuales, 50 son transformadas en goma de mascar 100 % natural; y se comercializa en 26 países de la Unión Europea, en Israel, Medio Oriente, Norteamérica y Australia. Japón es su mayor importador de materia prima, mientras que Alemania, el que más goma consume.



Siempre es mejor lo natural
Los beneficios que ofrece el chicle orgánico son que, después de ser desechado, se convierte en polvo en cuestión de pocas semanas, en comparación con el sintético, que tarda hasta cinco años en desintegrarse. Asimismo, no contamina, pues no se adhiere al pavimento ni otras superficies y no produce caries.

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