Insulina: El descubrimiento que cambió el destino de la diabetes
- paginasatenea
- 1 sept
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La fascinante historia del fármaco que transformó una enfermedad mortal en una condición crónica manejable

Durante milenios, la diabetes fue una enfermedad enigmática y letal. Sus síntomas, como la pérdida drástica de peso, la sed insaciable y la eliminación excesiva de orina, eran conocidos desde la Antigüedad, pero sus causas seguían siendo un misterio.
En la antigua India y el Egipto faraónico, ya se mencionaban cuadros compatibles con lo que, hoy, identificamos como diabetes. En el siglo II, el médico griego Areteo de Capadocia describió una condición que "consume la carne y los miembros hasta que los enfermos perecen"; además, identificó síntomas urinarios, afirmando que “los pacientes enfermos nunca dejan de orinar”. A él se le atribuye el término diabetes, que significa “pasar a través” o “sifón”, en referencia a la micción excesiva característica. El término latino mellitus fue agregado mucho tiempo después, en el siglo XVII, por Thomas Willis, que se traduce como “dulce como la miel”, al observar la presencia de glucosa en la orina de estos pacientes.
Durante siglos, el tratamiento fue empírico y sin base fisiológica. Incluso, para el siglo XX, la diabetes tipo 1 –que suele aparecer en la infancia o la juventud– era, prácticamente, una sentencia inevitable de muerte, pues el manejo seguía siendo ineficiente, basado sólo en dietas estrictas, bajas en carbohidratos, que ayudaban a prolongar la vida apenas unos meses, pero a costa de una desnutrición severa. Sin embargo, a inicios de la tercera década de aquella centuria, se dio un descubrimiento que transformó la historia de la medicina, salvó millones de vidas y abrió la puerta a una nueva era en la endocrinología y la bioquímica médica.
La clave: el páncreas
Ya bien entrado el siglo XIX, se sabía que el páncreas secretaba enzimas digestivas (función exocrina). En 1869, el alemán Paul Langerhans descubrió pequeñas agrupaciones celulares en el páncreas –luego bautizadas como “islotes de Langerhans”–, cuya función seguía siendo desconocida, pero que no parecían estar conectadas con la producción de enzimas digestivas. Se sospechaba que estas estructuras contenían la clave del “principio antidiabético”.
En 1889, los fisiólogos alemanes Joseph von Mering y Oskar Minkowski realizaron un experimento crucial en perros. Al extirparles el páncreas, observaron que desarrollaban síntomas idénticos a la diabetes humana, incluido el azúcar elevado en la orina. La conclusión fue clara: el páncreas era esencial para el control de la glucosa, de modo que, además de su función exocrina, debía tener una función endocrina.
Así, a principios del siglo XX, se continuó estudiando el papel del páncreas. El investigador belga Jean de Meyer y, aparte, el fisiólogo británico Edward Albert Sharpey-Schafer sugirieron que los pacientes diabéticos debían carecer de alguna sustancia química originada en el páncreas. Los dos propusieron un término para nombrar a dicha sustancia, basándose en los “islotes de Langerhans”. Ambos ocuparon la raíz latina insula, que significa “isla”, dando como resultado las palabras insuline, insulin o insulina.
Pero el descubrimiento definitivo llegó en 1921, de la mano del médico canadiense Frederick Grant Banting. A sus 29 años, sin experiencia en investigación, tuvo una idea audaz, luego de leer un artículo sobre el páncreas. Imaginó un método para aislar la sustancia endocrina del páncreas, bajo la hipótesis de que si se bloqueaban los conductos pancreáticos, la parte exocrina se atrofiaría, dejando intacta la parte endocrina; es decir, se aislaría la secreción interna (insulina), responsable del control glucémico.
Banting convenció al reconocido fisiólogo John Macleod, de la Universidad de Toronto, para que le permitiera usar un laboratorio y algunos animales. Como asistente se unió Charles Best, un joven y muy inteligente estudiante.
Durante el verano de 1921, Banting y Best trabajaron incansablemente, operando perros, induciéndoles diabetes mediante pancreatectomía y, luego, inyectándoles extractos pancreáticos crudos de otros animales. Observaron que los niveles de glucosa bajaban temporalmente y los síntomas mejoraban, lo que indicaba que habían aislado, aunque de forma impura, el principio activo: la insulina.
Aunque los resultados eran prometedores, los extractos causaban efectos secundarios debido a su impureza. Para resolver esto, Macleod convocó al bioquímico James Collip, quien logró purificar la sustancia, de manera que pudiera usarse de forma segura en humanos.
El primer paciente tratado fue Leonard Thompson, un joven de 14 años, en estado terminal por diabetes, internado en el Hospital General de Toronto. La primera inyección que recibió, en enero de 1922, tuvo un efecto limitado y le causó una reacción alérgica, pero una segunda dosis, con la insulina purificada por Collip, resultó exitosa: los niveles de glucosa bajaron, la orina se volvió negativa para azúcar y el niño mejoró visiblemente. Ese momento marcó el comienzo de una nueva era médica.
Rápidamente, se hizo evidente que la insulina debía producirse en grandes cantidades para satisfacer la demanda mundial. La Universidad de Toronto firmó un acuerdo con Eli Lilly & Co., una farmacéutica estadounidense, para desarrollar una producción industrial basada en la insulina extraída de páncreas bovinos y porcinos.
Banting y sus colegas, en un gesto ético y humano, decidieron no lucrar con la insulina. En cambio, transfirieron la patente a la universidad, por sólo un dólar simbólico, con el objetivo de que estuviera disponible para todos los pacientes que la necesitaran.
En 1923, apenas dos años después del gran descubrimiento, Frederick Banting y John Macleod recibieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina. Banting, molesto por la exclusión de Best, decidió compartir su mitad del premio con él; mientras que Macleod compartió la suya con Collip.
Pero este reparto parcial no resolvió del todo las tensiones. Durante décadas, se debatió sobre quién merecía realmente el reconocimiento. Algunos defendían a Best como figura clave del hallazgo; otros destacaban la indispensable contribución de Collip. Incluso, surgieron teorías sobre si otros investigadores previos, como Nicolae Paulescu, en Rumania (quien, también, teorizó sobre la insulina), habían llegado primero, pero sin el mismo impacto clínico.
De animales a biotecnología
Las primeras insulinas se obtenían de animales, y, aunque salvaban vidas, provocaban reacciones alérgicas en algunos pacientes. En la década de 1970, se desarrollaron insulinas semisintéticas y análogos de insulina, con mayor pureza y duración.
Un avance crucial llegó en 1982, cuando Genentech y Eli Lilly introdujeron la primera insulina humana recombinante, producida mediante ingeniería genética en bacterias (E. coli). Esta innovación eliminó casi por completo el riesgo de reacciones inmunológicas y permitió formas más personalizadas del tratamiento.
Hoy, existen múltiples tipos de insulina: de acción rápida, lenta, ultralenta y combinadas, que permiten ajustar el tratamiento a las necesidades de cada paciente.
Poco más de cien años después de su descubrimiento, la insulina sigue siendo uno de los medicamentos más importantes de la historia. Gracias a ella, millones de personas con diabetes tipo 1 —y algunas con tipo 2— pueden llevar vidas plenas, pese a que la cura aún no existe.
Sin embargo, persisten desafíos graves. En muchos países, el acceso a la insulina es limitado, por su alto costo, falta de infraestructura médica o conflictos geopolíticos. La Organización Mundial de la Salud considera que la insulina debe ser un medicamento accesible, asequible y universal, pero esto aún está lejos de cumplirse.
Además, la búsqueda de una cura definitiva —como terapias con células madre o vacunas inmunológicas— sigue en curso. Pero confiamos en que, así como la insulina pasó de la teoría a la experimentación y, de ahí, al hallazgo revolucionario, en un futuro, lo mismo suceda con la cura para la diabetes, permitiendo salvar muchas vidas más.
Lo que no sabía sobre la insulina
La insulina no sólo regula el azúcar, también, afecta el cerebro. Aunque se asocia principalmente con el control de la glucosa en sangre, la insulina también tiene un papel importante en el cerebro. Estudios han demostrado que influye en funciones como el aprendizaje, la memoria y el apetito. De hecho, alteraciones en la señalización de la insulina en el cerebro se han relacionado con enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer, lo que ha llevado a algunos investigadores a llamarlo "diabetes tipo 3".
En sus experimentos iniciales, en 1921, Frederick Banting y Charles Best utilizaron perros para investigar el páncreas. Uno de ellos, llamado Marjorie, fue el primer perro diabético en ser tratado exitosamente con extracto pancreático, lo que demostró que la sustancia tenía potencial terapéutico. Marjorie vivió varias semanas gracias a inyecciones diarias de insulina, marcando un antes y un después en la historia de la medicina.
La insulina se usaba como dopaje en el deporte. Aunque suene increíble, algunos atletas han utilizado la insulina como una forma de dopaje. Esto, porque tiene efectos similares a otros anabolizantes esteroides, además de que favorece el almacenamiento de glucosa y aminoácidos en los músculos, lo que puede ayudar a mejorar la recuperación y aumentar la masa muscular si se combina con una alta ingesta de carbohidratos y proteínas. Sin embargo, este uso es extremadamente peligroso para personas sin diabetes, por lo que está prohibida por la Agencia Mundial Antidopaje (AMA).
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